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El morbo como industria: La verdad incómoda de las producciones True Crime

  • Foto del escritor: Deyvid Hernandez
    Deyvid Hernandez
  • 12 feb
  • 5 Min. de lectura

Los dramas basados en crímenes reales han proliferado en el panorama audiovisual actual, pero su éxito plantea interrogantes sobre los límites éticos de su representación en pantalla.


Ted Bundy, Jeffrey Dahmer y John Wayne Gacy son considerados como los criminales más atroces y famosos de la historia, dejando cicatrices imborrables en la memoria colectiva con sus actos que no solo revelan la brutalidad de la que es capaz el ser humano, sino que también son capaces de movilizar nuestros miedos más primarios. Bundy, con su encanto natural, secuestró y asesinó a más de 30 mujeres, a la vez que personificaba la amenaza oculta tras una fachada de normalidad; Dahmer, el "Caníbal de Milwaukee", fue responsable de la muerte de al menos 17 hombres, a quienes torturaba y desmembraba para cometer las peores bestialidades; mientras que Gacy, abuso y acabo con la vida de más de 33 jóvenes, exponiendo la vulnerabilidad humana y despertando un instinto de alerta en la comunidad.


Paradógicamente, a pesar de nuestra precaución ante este tipo de sujetos, como seres curiosos también sentimos un tipo de "fascinación morbosa" respecto a ellos y sus asesinatos, creando una dualidad que la industria del entretenimiento ha sabido capitalizar en los últimos años, inundando el mercado con series y películas que cuentan estos crímenes reales, generando grandes ganancias, pero también creando un debate moral respecto a si se ha sobrepasado la línea entre pasatiempo audiovisual y respeto para las víctimas.

Antes de dar una respuesta a esa incógnita, tenemos que dejar en claro que el género del true crime no es una invención reciente; de hecho este ha estado presente a lo largo de nuestra historia, teniendo sobre todo sus primeros registros en civilizaciones como los griegos, romanos y egipcios, que, desde entonces, ya documentaban crímenes y sucesos violentos en diversos soportes como los papiros, pergaminos e incluso la cerámica.


Con el paso del tiempo, esta narrativa ha ido evolucionando, adaptándose a las diferentes épocas y medios que se le presenten, desde los murder pamphlets, informativos impresos que narraban los crímenes de la Inglaterra del siglo XVII, hasta el periodismo de no-ficción del siglo XX, encabezado por el argentino Rodolfo Wash con su obra prima Operación Masacre. Sin embargo, no fue hasta principios de la década de 2000 que el cine se atrevió a meterse de lleno en el tema y empezó a abordar estos delitos de manera más directa con filmes como Dahmer: Mente Asesina (2002) y Monster (2003).

A pesar de estos avances, podemos considerar el verdadero auge del género dentro de la cultura popular en 2015, con la llegada de las series The Jinx (2015), Making a Murderer (2015) y Mindhunter (2017), las primeras producciones que despertaron nuevamente el interés del público en los crímenes reales, al enfocarse en ofrecer una mirada analítica a la mente de estos delincuentes, además de exponer la crudeza de la realidad social que a menudo se elude en las narrativas convencionales. La fórmula fue todo un éxito y logró transformar esta categoría tambaleante en una fuente inagotable de ingresos que, con productos como El caso Alcàsser (2019) y Ted Bundy: Durmiendo con el asesino (2019), le permitió a las industrias cinéfila y televisiva obtener ganancias y disputar los mayores reconocimientos de sus respectivos sectores.


Ahora, con el contexto establecido, quizá se pregunte: ¿Y por qué, si es una narrativa tan beneficiosa, hay problema en que yo vea este contenido? El inconveniente en este caso en realidad no es el consumo de estos medios, sino la manera en como estas producciones retratan los hechos, transformando el género en una crónica negra desprovista de sensibilidad. Un ejemplo claro es la aclamada pero polémica serie de Netflix Dahmer: Monstruo - La historia de Jeffrey Dahmer (2022), donde el asesino es presentado con un grado de justificación y arrepentimiento, dando la interpretación de que incluso sus actos podrían estar justificados. Este argumento fue duramente criticado por los familiares de las víctimas, quienes consideraron que esta obra trivializa su dolor y romantiza la imagen de este criminal que no solo se volvió popular en el colectivo mediático, sino también fomento la empatía e idolatría por este tipo de psicópatas, como se demostró con la popularidad de disfraces de El Monstruo de Milwaukee en Halloween de 2022.

La desensibilización también es un efecto colateral que hace del género una tendencia preocupante. De acuerdo con encuestas realizadas por el medio español RTVE y la revista Vanity Fair, el 80% de los usuarios que visualizan estos productos los consumen como mero entretenimiento, ignorando el sufrimiento de las víctimas y sus familias. Ejemplificando esta tesis encontramos el caso de Patricia Ramírez, una madre española que, en el año 2018, logro detener la producción de un documental sobre el asesinato de su hijo que pretendía dar voz a su asesina, demostrando como este tipo de iniciativas en realidad no se preocupan del dolor ajeno si no se realizan con el objetivo de obtener un lucro.


Entonces, ¿por qué, conociendo toda esta información, nos sentimos fascinados por el morbo? Según Juan Sanguino, escritor de la revista Vanity Fair, la clave está en cómo nuestro cerebro percibe estos contenidos. De acuerdo con Sanguino, nuestra mente asocia estas historias con ficción, ello debido a que generalmente no estamos en nuestro diario vivir experimentando estas situaciones, por lo cual nos distanciamos emocionalmente de la realidad que estas producciones nos muestran y nos enfocamos más en complacer esa sensación de intriga que recorre nuestro cuerpo, tal como quedo demostrado con El caso Asunta (2024), que se convirtió en una de las series true crime más vistas en Netflix, alcanzando el top 10 en 64 países, demostrando que el morbo sigue siendo un poderoso atractivo para el público y que lo controversial vende más que el valor narrativo.

Ante este panorama, la respuesta a qué se debe hacer con este tipo de producciones no es prohibir su consumo, después de todo, bien dicen por ahí que en lo prohibido está el placer, más bien deberíamos empezar a visualizarlo con una conciencia crítica. Como espectadores, debemos recordar que los criminales no son héroes ni víctimas de las circunstancias, sino individuos responsables de sus actos, por lo cual, idolatrarlos solo distorsiona nuestra percepción de la justicia y deshonra la memoria de quienes sufrieron sus crímenes. Asimismo, los cineastas y equipos creativos deben empezar a asumir una mayor responsabilidad ética, priorizando narrativas que respeten a los fallecidos y sus familias, en lugar de glorificar a quienes causaron tanto dolor, de lo contrario, estaremos normalizando un mundo donde la tragedia se convierte en espectáculo y el sufrimiento ajeno en un producto de diversión.



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